Mi generación, mayoritariamente criada alrededor de
historias sobre la lucha final entre el bien y el mal, una suerte de
apocalipsis transversal en la que siempre nos sentimos parte del bando de “los
buenos”, fue marinada en películas ochenteras que exacerbaban valores como
romper esquemas, ser antihéroe, ir contra el sistema, rebelarse a la norma
puritana de las generaciones anteriores. Muy footloose todo. Pero cada vez que veíamos o leíamos una
historia, nosotros empatizamos con el protagonista y es más, “éramos” el
protagonista. Quisimos serlo. Ser el inteligente, el que salva el mundo, el que
descubre el enigma.
Pocas veces en la vida un ser humano común se ve
enfrentado a un desafío que involucre tratar de no morir. Tal vez una enfermedad
catastrófica, un accidente grave. Hablo del hecho concreto de estar en peligro
de muerte y no de la posibilidad que todos tenemos diariamente de morir de un
porrazo en la ducha. Hablo de una sentencia, de una certeza, de un porcentaje
cercano al 100% que te dice “puedes morir dentro de los próximos días”.
Pensando en el protagonismo que muchos de nosotros
deseamos (en mi caso, a través de algunas expresiones artísticas como escribir
o cantar), basta mirar las redes sociales para observar en este inagotable mar
de selfies, tik tok, bromas pesadas, videos tipo jackass, filtros de animales y
memes, la incontenible necesidad de decirle al mundo AQUÍ ESTOY, MÍRAME, SOY
ÚNICO. Las personas quieren ser
reconocidas por algo. Generalmente algo bueno, algo sobresaliente. En mi caso, yo siempre quise ser como un
doctor House, en cualquier cosa, ser así de buena en algo, irrefutablemente
bacán… pero ya ven, no todos nacemos con talentos que rayen en la genialidad
pero admiramos a quienes si los tienen. A los activistas, a los inventores, a
los que descubren, a los que hacen el esfuerzo y el sacrificio.
Pero quiero volver al protagonismo: ¿Se han detenido a pensar que estamos
viviendo en primera persona un episodio que será leído en los libros de
historia? Un evento a nivel extinción de
especie, una amenaza mundial, como en las películas de alienígenas. Somos Will Smith en "El día de la independencia". Pienso en la cantidad de gente que fue a
sacarse la foto en pelota con Tunick, en las marchas multitudinarias del
estallido social. Todo para entregar un potente mensaje, quiero un cambio,
quiero que todo mejore, quiero romper con lo antiguo. Quiero que me vean. El espíritu humano en su máxima expresión. Y de pronto, un día te dicen que si sales a la
calle puedes matar a tu vecino, a tu abuela, a la abuela de tu ex compañero
(que te caía tan bien), al hijo de la señora que te vende el café en la pega.
Te piden que salgas solo a lo estrictamente necesario; aguanta las ganas de
carretear, de salir a vitrinear, de pasear en el parque. Si vas a trabajar,
hazlo con mascarilla, lávate las manos, sepárate un metro del resto del mundo.
En el mejor de los casos, si puedes quedarte en casa, abúrrete por un período
de tiempo y salva al mundo, desde la comodidad de tu cama. Salva al mundo desde la tibieza de tu puto
privilegio de no tener que salir a ganarte el pan de cada día, todos los días,
en la calle. ¿Y qué haces? Te conviertes
en el personaje estúpido y descerebrado, que desata la catástrofe. Tomas el
arma y disparas a ciegas. Eres el malo de la película. Eres el imbécil de la
saga de tu vida.
La estupidez y la maldad van un poco de la mano. Ser
hueón en estos tiempos te hace más peligroso que ser mal intencionado. El mal intencionado calcula algunos riesgos.
El hueón corre con una antorcha encendida en el campo de trigo, hace un círculo
y se queda al medio. Quema el poblado y se quema el mismo. Y estamos rodeados
de hueones. Hoy vi la noticia de la
fiesta que reunió a 400 personas en un galpón. Tratemos de pensar en la
cantidad de gente que son 400 personas. Generalmente, los cursos en los
colegios son de entre 40 a 45 personas. Ok. 10 cursos. 10 cursos de personas
que piensan igual. Que ponen por encima de la vida de su familia, la propia y
la del resto, el deseo irrefrenable de ir a bailar y tomarse un copete. ¿No les
aterra un poco pensar en eso? Pensar en el tipo de decisiones y prioridades de miles y miles
de personas que se saltan las cuarentenas, salen a correr, a comprar, a
sentarse en el parque, al mall, que no están dispuestos a ponerse mascarillas o
desinfectarse a conciencia. Puede ser el
que prepara tu sándwich, tu pizza, el que vende tu pan, el que ocupó el cajero
antes que tú. Están ahí y no podemos verlos. ¿Son hueones o son malos? ¿O solo están demasiado atrofiados en corazón
y emoción como para no entender el pequeño rol que tienen en esta película para
salvar el mundo?
Para mí lo único claro es que de pronto estamos en 2
bandos. Los que entendemos que sobrevivir es un acto colectivo y solidario en
esta pandemia. Estamos interconectados como especie, como organismo social vivo
y activo, y tu bienestar hoy es mi propio seguro de vida. Por otra parte están aquellos que confunden
la confianza con… no sé con qué. Solo puedo pensar que son personas que no
tienen lazos afectivos o emocionales con nadie, que vienen fallados de fábrica,
carentes del instinto de conservación que debería activarse con noticias como
las de estados unidos, Italia o España.
La pregunta es en qué bando estamos, en esta película
trascendental que estamos viviendo. ¿Sobreviviremos para contar a los nietos
que salvamos un porcentaje del mundo? ¿Que contribuimos a instaurar nuevas
reglas para cuidarnos, para cuidar al medioambiente, a los animales? ¿Que como
sociedad entendimos que ningún modelo que priorice la economía por sobre la
calidad de vida y dignidad de las personas es aceptable?
Yo quiero pensar que soy parte de ese cambio, que estoy
en el bando correcto, que esto valdrá la pena y que de alguna forma la película
termina con una realidad nueva y mejor, donde quedarán menos hueones y menos
mal intencionados, y que en justicia divina tal vez se habrán muerto por hueones, sin llevarse a nadie con ellos, aparte de otros hueones y mal intencionados. Lamentablemente para
esos males no hay vacuna.
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